CONCIENCIA
Bendeciré a Jehová que me
aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia.
Salmos 16:7
La conciencia es a mi vida
espiritual lo que mis nervios a mi cuerpo físico. Los nervios me producen dolor
de manera que yo entienda que algo no está bien. Si toco algo caliente, mis
nervios envían una señal a mi cerebro que me enseña que eso me hace mal. Sin
los nervios me comería mi lengua sin discernir entre mi cuerpo y mi alimento.
El dolor es su enseñanza.
La conciencia es mi capacidad
para darme cuenta que he pecado. Ella me hace sentir mal cuando ofendo tu
santidad. Es el pesar por mi equívoco. No me gusta el dolor,
pero es lo que Tú has puesto en mí para que pueda examinarme, y corregir mis
errores. De otra manera lo ignoraría y jamás solucionaría mis pecados. Sin la
conciencia nos comeríamos unos a otros, consumiéndonos y siendo consumidos por
nosotros mismos. Sin el más mínimo dolor.
Ofendo y me siento mal. Me
equivoco en mis decisiones y sufro. Peco y me acongoja tu amor. ¡Aun en el
dolor mereces mi adoración! De otra manera me perdería como aquél que nunca vio
a Dios. Pero yo gusté tu amor y perdón, y el dolor producido por mi
conciencia es mi aliado y restaurador, porque aun cuando duermo me enseñas de
ella.
Sin embargo, Dios, no deseas que
mi vida sea dirigida por mi conciencia. Ella puede cauterizarse y corromperse[1].
Puede, como Saulo, equivocarse y aprobar lo que es malo creyendo servirte. Puedo
hacer mucho daño a mis hermanos débiles en sus conciencias con mi propia fortaleza
en lo que apruebo como acertado[2].
Mi ser dirijo a ti, y te pido:
Aun en las noches, enséñame mi conciencia. Aconséjame.
El conocimiento de tu Palabra equilibra mi conciencia con tu verdad. Tu Palabra es verdad[3]. Me vacío de mis argumentos y convicciones propias. Dejo de lado mis prejuicios y preconceptos religiosos, y doy lugar en mí para tu santo consejo.
El conocimiento de tu Palabra equilibra mi conciencia con tu verdad. Tu Palabra es verdad[3]. Me vacío de mis argumentos y convicciones propias. Dejo de lado mis prejuicios y preconceptos religiosos, y doy lugar en mí para tu santo consejo.
No podrán hoy los rituales
religiosos tanto como no pudieron en el pasado. Porque no pueden hacerme
perfecto, en cuanto a mi conciencia, aunque practique cultos vacíos de tu
presencia, ya que consisten sólo de cosas exteriores, de diversas abluciones, y
ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas.
Pero estando ya presente Cristo,
sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto
tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre
de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para
siempre en el Lugar Santísimo, habiéndome obtenido eterna redención.
Porque si la sangre de los toros
y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos,
santifican para la purificación de la carne, ¿Cuánto más la sangre de Cristo,
el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará
mi conciencia de obras muertas para que sirva al Dios vivo?[4]
Enséñame mi conciencia.
Aconséjame. Límpiala con tu sangre preciosa de toda obra muerta. Amonéstame con
tu Palabra. Que ella me de testimonio en el Espíritu Santo[5] de lo
que pienso y lo que apruebo como hijo tuyo. Y, te prometo, aun en el dolor te
adorare.
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